Escrito por: Rafael Molina Morillo
Imaginemos dos países. En el primero, toda la gente respeta las leyes, los niveles de corrupción son casi nulos, la ciudadanía tiene un elevado concepto de la ética, todo el mundo paga sus impuestos, la justicia es independiente y las instituciones funcionan bien.
En el otro país, la población desconfía de sus gobernantes, los gobernantes engañan a la población, las leyes son burladas, la corrupción es la regla, los jueces se venden, la Policía es cómplice de los delincuentes y los honestos reciben las burlas de la mayoría.
Ahora, hagámonos estas preguntas: ¿a cuál de esos dos países nos parecemos más? ¿A cuál de ellos somos capaces de igualar?
Seamos sinceros: para llegar a ser como el primero de los modelos descritos, nos falta mucho. En cambio, para parecernos al segundo, sólo falta que nos den un empujoncito.
¿De quién depende que seamos como el uno o como el otro? De nosotros mismos. De mí, de ti, de ellos. Cada uno de nosotros debe empezar por ser digno del país bueno. Si nos sentimos cómodos en el país malo, nunca podremos salir del atolladero.
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